sábado, 1 de diciembre de 2007

LEONARDO DA VINCI Y LA HISTORIA DE UNA DE LAS PINTURAS MAS FAMOSAS


 El mural de Leonardo pintó al cabo de un prolongado y arduo estudio y tres años de intensa creación, resultó tan nuevo, tan original que habría de revolucionar el arte de Occidente Pese a los estragos del tiempo y de los elementos (por la humedad y la técnica del temple fuerte que usó Leonardo Da Vinci) y restaurada varias veces, se aprecia aún los rasgos de estupor, edad, temor y carácter de los apóstoles en contraste con el blanco del mantel y el colorido de sus vestimentas. La obra maestra de Leonardo Da Vinci embeleza a los humanos con su esplendorosa grandeza y que en estos últimos años ha sido más promovida a estudiar desde el punto de vista simbólico y semiótico, debido a la novel del escritor Dan Brown titulada El Código Da Vinci e igualmente por la película con la adaptación del guión de esta novela. Su lectura y fama ha provocado, como por contagio, aumento en el interés por los libros relacionados con la vida y obra de Leonardo Da Vinci, la pintura y lo esotérico de su escuela El Priorato de Sión, y la leyenda del San Grial, el pentáculo y el número de oro. En un día cualquiera miles de personas acuden al antiguo monasterio de Santa María delle Grazie, en Milán, para admirar un mural que, pintado hace 509 años ocupa un lugar muy especial en la cultura del mundo. La inmortal Ultima Cena, de Leonardo da Vinci, que representa la comida postrera de Jesucristo con sus discípulos en ocasión de la pascua, ha inspirado probablemente mayor número de libros, artículos, poesías y disertaciones que cualquier otra obra de arte, con la posible excepción de un retrato hecho por la mano del mismo mago: La Mona Lisa. A la verdad, tan conocida son de la mayoría de nosotros las figuras de Jesús y los apóstoles, tal como aparecen en la dramática pintura, que el conjunto difícilmente habría quedado más indeleblemente impreso en nuestra imaginación si el trabajo de Leonardo fuese una representación auténtica de aquel acontecimiento bíblico. Tenía Leonardo 42 años de edad cuando Ludovico Sforza, duque de Milán, a la sazón el hombre más poderoso de Italia, le encargó en 1494 que decorase el refectorio de Santa María delle Grazie, el duque había elegido la iglesia del nuevo monasterio para sus devociones, y con frecuencia se quedaba a tomar la comida del mediodía con los frailes dominicanos en una vasta sala abovedada que medía 35 por casi nueve metros. Desde hacía más de un siglo era costumbre decorar los refectorios conventuales con representaciones de la Ultima Cena, con objeto de recordar el sacrificio de Cristo a quienes partían pan y bebían vino. Pero ningún pintor había sido verdaderamente afortunado al tratar tan difícil tema. Aunque en aquel momento el Renacimiento italiano atravesaba su fase culminante y las bellas artes florecían en todos los rincones de la soleada tierra de Italia, para Leonardo la pintura no pasaba de ser una actividad secundaria. Habiendo alcanzado ya gran fama en su Toscaza natal por su genio de inventor, había entrado al servicio del duque en calidad de ingeniero militar, perito en hidráulica y músico. Cuando no se dedicaba a diseñar máquinas de guerra o a trazar canales, estudiaba matemáticas, anatomía, dinámica, perspectiva botánica y el vuelo de los pájaros. La mayoría de sus contemporáneos lo tenían por mago. Y fue Leonardo el mago quien, a la par con Leonardo el pintor, se enfrentó al muro norte del refectorio donde habría de pintar la monumental ilustración de Jesucristo sentado a la mesa de sus discípulos. Los murales procedentes del mismo episodio evangélico que aún pueden admirarse en Italia muestran trece figuras relativamente rígidas y desconectadas entre sí, que poco dicen del drama humano de la escena. 
  
EL SECRETO DE SU MAGIA 

 Leonardo pasaba largas horas estudiando a los campesinos que él hacía venía a su taller, y así cubrió hojas y hojas de papel con apuntes de cabezas, manos, ropas. Solo entonces empezó a representarse la escena que buscaba. Dice en un apunte de su libro de notas: “Uno ha bebido y se vuelto a posar la copa en su lugar. Otro entrelaza los dedos y se vuelve a mirar fijamente a su vecino. Otro abre las manos con las palmas hacia fuera, alza los hombros hasta las orejas y su boca expresa su estupefacción”. 

Leonardo no se contentaba con meras apariencias. “Un buen pintor debe pintar dos cosas”, escribiría más tarde en su texto sobre el arte de la pintura: “Lo primero es fácil, lo segundo difícil, pues, pues debe expresarse por medio de gestos y el movimiento de los miembros”. El mural de Leonardo pintó al cabo de un prolongado y arduo estudio y tres años de intensa creación, resultó tan nuevo, tan original que habría de revolucionar el arte de Occidente. La pintura ocupa totalmente los ocho metros y medio de la pared, y la fuerza del efecto que causa se debe en parte a sus colosales dimensiones. Suspendidas sobre nuestras cabezas, las figuras tienen casi dos metros de altura. Son robustos artesanos y pescadores de galilea, sentados a una mesa larga y estrecha como los monjes de los refectorios conventuales de la actualidad. Es un anochecer de principio de primavera. En la casa de un rico de Jerusalén se ha preparado una cena de despedida. Jesucristo acaba de pronunciar las palabras: “Uno de vosotros me hará traición”, que ha causado en sus doce compañeros (a) el efecto de un rayo. Estos, agrupados de tres en tres, forman cuatro racimos agitados, dos a cada lado del maestro. Incluso creemos oír lo que dicen. Felipe, el tercero a la izquierda de Jesús, parece protestar: “Tú me conoces; soy inocente”. Es evidente que el entrecano Tadeo quinto a la izquierda de Jesucristo, está diciendo a su vecino, el cavó Simón: ¡Lo sabía! ¡Hay un traidor entre nosotros!” Pedro se inclina hacia su lado izquierdo para pedirle a su compañero (a) de la mesa que pregunte al Señor quién es el traidor; impaciente, toca en el hombro del personaje, mientras su mano derecha aferra un cuchillo. Ahí se nos pinta de cuerpo entero al arrebatado pescador astuto y que luego le traicionaría por tres ocasiones. Juan, “el discípulo amado de Jesús”, es el más hermoso del grupo. Pero ese personaje también tiene el rostro mujer, puede ser María Magdalena, su compañera (aquí está todo el embrujo y misterio de la obra) es el más joven y la hermosa del grupo sentada a la derecha del Maestro, inclina su cabeza en silenciosa congoja, haciendo elocuente contraste con la tosca impetuosidad de Pedro. Pero solo Leonardo podía pintar de esa manera. Estudio a profundidad los principios masculino y femenino y como conseguir el equilibrio entre ellos. Nos recuerda al yoga tántrico, en el que lo masculino y lo femenino se unen para convertirse en algo divino que trascienden al sexo. Aquí nos podemos preguntar: Leonardo tenía alguna información del contenido del Evangelio de Judas. Desde la primera lectura, el Evangelio de Judas se revela como un documento claramente gnóstico. El gnosticismo fue una filosofía oriental que alcanzó su mayor fuerza alrededor del siglo 2 y 3 de la era común, y que tomó prestados diversos elementos del judaísmo y del cristianismo. Los documentos más tardíos del Nuevo Testamento ya dejan entrever los primeros choques con el gnosticismo, pero es hasta el siglo dos cuando los gnósticos empiezan a producir decenas de “evangelios” y que la confrontación se da en toda su extensión. Para el gnosticismo, en apurado resumen, el mundo es la creación de un dios malvado –el dios del Viejo Testamento- y los seres humanos son emanaciones del verdadero Dios, mucho más poderoso y antiguo, chispas divinas atrapadas en cuerpos corruptibles y poco importantes.
De ahí que el ascetismo marcado y la negación del cuerpo sea un aspecto clave del gnosticismo. Es sólo por medio de un conocimiento secreto que se alcanza la verdadera liberación y la reintegración al cosmos y al todo. El documento, es un papiro, data del siglo IV, pero se cree que es una traducción de un texto griego del año 187. La mayor parte de los evangelios bíblicos fueron escritos, según se cree, entre 50 y 80 años después de la crucifixión de Cristo. Esta escrito en copto, la lengua antigua de los cristianos egipcios, el documento se descubrió al parecer a finales de los años 70 en Egipto, en una tumba de piedra caliza muy deteriorada. Desde entonces ha pasado por las manos de varios anticuarios, muchos de ellos ignorantes de su auténtica importancia. El manuscrito reproduce presuntamente conversaciones entre los dos hombres y apunta claramente que, al traicionar a Cristo, Judas estaba dando cumplimiento a una misión divina. Igualmente se ha podido determinar que, de acuerdo con este evangelio, Cristo dio a Judas instrucciones para que le traicionara con las siguientes palabras: «Tú serás el apóstol maldito por todos los demás. Tú, Judas, ofrecerás el sacrificio de este cuerpo de hombre del que estoy revestido». En otra parte enormemente significativa del manuscrito, Jesús le dice a Judas: «Tú serás el decimotercero, y serás maldito por generaciones, y vendrás para reinar sobre ellos». A pesar de la agitación imperante, las dos mitades del conjunto están maravillosamente equilibradas. Por otra parte, los cuatro grandes grupos están entrelazados por las manos, que forman como un puente de un grupo al otro. Esas manos agitadas apuntan hacia la figura del Maestro, centro apacible de aquella tempestad. Su cabeza enmarcada por la suave luz azul del evanescente paisaje que se ve a través de la puerta abierta a espaldas de Jesús, refleja una excelsitud espiritual que hace de aquella figura una de las más bellas que se hayan pintado nunca. El escritor Matteo Bandello, cuyos relatos habían de inspirar más adelante algunos dramas de Shakespeare, era estudiante en el convento en la época en que Leonardo pintaba el mural. “observaba yo a Leonardo”, escribe, “que trabajaba de sol a sol, sin dejar un momento el pincel. Luego, pasaban dos, tres o cuatro días en que no hacía otra cosa que sentarse durante una o dos horas mirando la pintura examinando y juzgando sus figuras”. Leonardo se había dedicado durante muchos años a la nueva ciencia de la perspectiva, y en este caso resolvió brillantemente el problema de crear una ilusión de profundidad. Retroceda al espectador, alejándose del muro, y le parecerá que la sala representada en la pintura, con sus ventanas abiertas, forma parte integral del refectorio mismo. Síganse con los ojos las líneas que conducen hacia el corazón del mural (las vigas de la techumbre, las orillas de la mesa) y se comprobará que se intersecan en la sien derecha del Jesús, recurso que atrae insistentemente la mirada hacia el señor. De ese modo, para los monjes que tomaban el alimento en aquel lugar, Jesucristo y los Apóstoles comían no en el muro, sino con ellos mismos. A la ilusión contribuye el cuidado con que Leonardo pintó incluso los objetos menos importantes: el mantel, dorado en un estilo que aún se ve en Italia, la vajilla de peltre, los vasos; en una palabra los mismos utensilios que los monjes usaban en su mesa. El vino tinto refulge en los vasos, el pan parece fresco, y el pescado, la fruta y los restos de carnero nos indican cuál ha sido el menú. La mesa de la última cena de Leonardo Da Vinci es también una de las más grandes naturalezas muertas del mundo.
 
PERENNIDAD DE LA GRANDEZA

Terminada la pintura en 1498, el duque recompensó a Leonardo con una vasta propiedad. Desde el fallecimiento del artista, acaecido en 1519, el famoso mural se ha reproducido al fresco, al óleo, en mosaico, marfil y plata. Mucho antes de que naciera la fotografía, la obra maestra se había dado a conocer en todos los sitios de encuentro de personas por medio de grabados en blanco y negro y cromos chillones. Goethe le dedicó uno de sus ensayos más brillantes; el poeta inglés William Wordsworth cantó “la gracia serena, etérea, el amor que esplende en la faz del salvador”. Irónicamente, al crear su obra inmortal, Leonardo mismo puso en ella la semilla de que le había de destruir. Por lo común, los murales se pintan al fresco. Esta técnica consiste en mezclar pigmento con agua para aplicarlo directamente sobre el yeso fresco y húmedo que, al absorber la pintura, convierte a esta en parte integral de la pared, con lo que la frescura del color se conserva a través de los siglos. Pero los pintores al fresco deben trabajar rápidamente antes de que la pared se seque, mientras que Leonardo quiso proceder con calma. Con tal fin, aplicó primero una superficie de estuco blanco sobre el yeso, para luego pintar al temple sobre la superficie seca, como si pintase en madera o tela. En una sala seca el método pudiera haber dado un buen resultado, pero la ciudad de Milán es famosa por su humedad. A medida que la humedad se condensaba sobre la pared fría, el estuco que servía de base a la pintura empezó a descomponerse y a formar ampollas que se deshacían en escamas. No habían pasado 20 años y ya los visitantes comentaban el deterioro del mural. Así fue como desaparecieron para siempre mucho de los detalles que aparecen en copias antiguas; por ejemplo, el salero que Judas volcaba con el codo. Por si fuera poco, la intervención de una serie de improvisados restauradores, muchos de ellos charlatanes que usaban remedios “secretos”, aceleró la destrucción del mural. Se le aplicó aceite, cola, pintura nueva, barniz. Terminada la segunda guerra mundial, se realizó una restauración total y a fondo de la obra. Se quitaron siete capas de pintura superflua antes de llegar a las pinceladas originales. Al terminar, casi todos los espléndidos colores de Leonardo (el rojo de las vestiduras de Jesús y magdalena, el azul de los meandros del río, en la lejanía) brillaban con una magnificencia olvidada hacía siglos.

El monasterio, junto con ese tesoro pictórico, es hoy propiedad del gobierno italiano. Aunque el visitante actual casi no ve más que un fantasma de lo que el fue el luminosa original de Leonardo, la imagen de la Ultima Cena resulta completa. Por mucho que su belleza se haya desvanecido parcialmente, el mural conserva su grandeza y, desafiando al tiempo y sus destructivos agentes, sigue ejerciendo su mágico poder sobre las generaciones. 
 

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