lunes, 29 de agosto de 2016

LOS DIOSES Y LA PERPETUIDAD DEL HUMANO


VICTOR MANUEL GUZMAN VILLENA


La perpetuidad de los dioses en la historia bastaría para probar que ellos corresponden a necesidades del espíritu. Si la humanidad cambió algunas veces de divinidades, jamás vivió sin ellas. Antes de edificar palacios a los reyes y gobernantes, los humanos edificaron para sus dioses. La necesidad de la religión presenta el mismo carácter de permanencia que las otras aspiraciones fundamentales de su propia naturaleza.

Uno de los elementos esenciales de las religiones es el espíritu místico. Su papel en la génesis de las creencias religiosas  y políticas y aparece preponderante. Constituye la base de las creencias, porque todas poseen, entre sus caracteres  más  comunes,  el temor, la esperanza y la adoración a lo misterioso.

Sin duda el espíritu místico no podía proporcionar más que ilusorias respuestas a los problemas de la vida y del universo, pero condujo al humano hacia un camino nuevo que, después de muchos siglos de esfuerzos, les condujo al conocimiento que hoy vivimos.

No es el misticismo el único fundamento de las creencias religiosas, sino que éstas tienen también por sostenes elementos de orden afectivo. Entre ellos es preciso mencionar, sobre todo, el miedo, la esperanza y la necesidad de explicación. De todos estos sentimientos, es quizás el miedo el más influyente y creo que es el que produce el nacimiento de los dioses.
El temor del humano ante las fuerzas temibles de que se sentía envuelto, era tan natural como la esperanza de conciliar su protección por medio de plegarias y ofrendas. El miedo a las fuerzas naturales transformadas en divinidades más o menos semejantes a él y la esperanza de recibir sus favores fueron sentimientos universales en los pueblos. Todos se comportaron como más tarde los antiguos habitantes de América  que no conocían el caballo, al ver a los invasores españoles montados en ellos cargados con sus armas de fuego , los comenzaron a adorar como seres misteriosos y poderosos que vomitaban fuego.
La acción del miedo y de la esperanza no se observa solamente en las religiones sino también en las manifestaciones del pueblo como es la política como ente organizador de la sociedad. Sin el temor en el infierno y la esperanza de un paraíso, no hubieran podido establecerse las creencias en seres superiores que la masa los ha parido y elevado  a escaños superiores.

Como nacieron Júpiter, Apolo, Venus, Diana, Zeus, Dionisio  y toda la génesis de las leyendas mitológicas, y los otros dioses que subsisten hasta la actualidad? Ninguna ciencia podrá responder a esto, porque en estas ficciones ha intervenido un factor importante: la imaginación, independientemente de toda lógica intelectual. Unida a los sueños y visiones que son su cortejo, alteran completamente los hechos  y forman las creencias. Los relatos mitológicos se han formado como la mayor parte de las epopeyas, de las leyendas de todos los tiempos.

Tardaron varios siglos en constituirse por medio de adiciones, interpolaciones y alteraciones mentales,  perpetuadas por las tradiciones populares. Adquirieron una estabilidad muy grande y fueron el origen de complicados ritos rigurosamente observados por todas las civilizaciones que han poblado la tierra. Todas están llenas de leyendas fascinantes, de grandes epopeyas, producto de la imaginación y de la necesidad de explicar el papel que debe jugar los dioses en la vida y en la voluntad de las personas. No hay efecto sin causa y así fueron encadenándose a las leyes naturales y arrastrándose a suponer que detrás de cada fenómeno hay seres sobrenaturales invisibles bastante poderosos para manejar las situaciones y poder controlar de acuerdo a las prerrogativas y ofrendas. Fue así como todos los fenómenos de la naturaleza tuvieron sus deidades, los dioses conducían al sol para madurar las cosechas, lanzaban truenos para la lluvia y de esa manera fertilizar la tierra, o absorbían el viento de las tormentas en los mares para tranquilidad de los navegantes. Tales interpretaciones, no obstante han sido  de inmensa utilidad para la vida de la humanidad, que pese al desarrollo de la ciencia y tecnología, no se ha podido concebir otras formas, sino esperar los milagros para superar los obstáculos y continuar la vida.

Entre los factores  psicológicos que han alimentado la creencia en las religiones, precisa mencionar el deseo de revivir en otro mundo. Esta aspiración a la inmortalidad se manifiesta por todas partes a la sombra de los muertos sobrevivientes. Pero la existencia después de la muerte nos parecía envidiable. Cuenta Homero en la Odisea, que habiendo descendido Ulises a los infiernos para consultar a Tiresias se encontró con Aquiles, y trató de consolarle por su muerte “Tus consejos son vanos -respondió la sombra del guerrero-; mejor quisiera ser en la tierra esclavo del labrador más pobre, que reinar sobre el mundo entero de las sombras”.

Es el cristianismo la religión que más ha insistido sobre la vida futura. El paraíso y el infierno fueron los dos grandes elementos de su éxito. En nuestros días, esas concepciones han perdido consistencia y ya son consideradas como imaginarias. Pero el deseo de sobrevivir permanece intenso en el corazón de los humanos. En eso estriba la fuerza del espiritismo, que hace concebir a sus adeptos la esperanza de una nueva vida.

Al escarbar la inmortalidad y remontarnos a nuestros últimos orígenes, casi no encontramos  más que una serie de recuerdos, de ideas, por otra parte confusas y variables, relacionadas con el instinto mismo de vivir, solo tenemos un conjunto de hábitos, producto de nuestra sensibilidad y de reacciones conscientes e inconscientes de los fenómenos que nos rodean. En suma, el punto más fijo  de esa nebulosa es nuestra memoria.

Nos es indiferente que durante la eternidad nuestro cuerpo o su substancia conozca todas las dichas o todas las glorias, sufra las transformaciones más deliciosas y magnificas, se transforme en flor, perfume, belleza, claridad, éter, todo ello se hace en el espacio, en la luz y la vida, nos es igualmente indiferente que nuestra inteligencia se dilate hasta mezclarnos con la existencia de los mundos para comprenderla y dominarla. Estamos persuadidos de que todo eso no nos conmoverá, no nos causará ningún placer, de que no acontecerá nunca al menos que esa memoria de algunos hechos, casi siempre insignificantes, no nos acompañe y no sea testigo de edad dichas acciones imaginables.

Parece bien, por tanto, que se deba renunciar definitivamente a la halagüeña esperanza de conservar nuestra personalidad en  otros planos. Nosotros no la conservamos, porque desde el nacimiento hasta la muerte ella cambia constantemente. El único elemento de perpetuidad con que se puede contar, es la vida de nuestros descendientes. Ellos llevarán en sí, como lo llevamos nosotros, las sombras de nuestros antepasados. Esa inmortalidad aparece, desgraciadamente demasiado impersonal para que pueda interesarnos mucho. Por eso los creyentes ávidos de esperanza obran sabiamente, conservando los dioses que les ofrecerán una reconfortable vida futura individual.


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