VICTOR MANUEL GUZMAN VILLENA
La perpetuidad de los dioses en la historia
bastaría para probar que ellos corresponden a necesidades del espíritu. Si la
humanidad cambió algunas veces de divinidades, jamás vivió sin ellas. Antes de
edificar palacios a los reyes y gobernantes, los humanos edificaron para sus
dioses. La necesidad de la religión presenta el mismo carácter de permanencia
que las otras aspiraciones fundamentales de su propia naturaleza.
Uno de los elementos
esenciales de las religiones es el espíritu místico. Su papel en la génesis de
las creencias religiosas y políticas y aparece
preponderante. Constituye la base de las creencias, porque todas poseen, entre
sus caracteres más comunes,
el temor, la esperanza y la adoración a lo misterioso.
Sin duda el espíritu místico
no podía proporcionar más que ilusorias respuestas a los problemas de la vida y
del universo, pero condujo al humano hacia un camino nuevo que, después de
muchos siglos de esfuerzos, les condujo al conocimiento que hoy vivimos.
No es el misticismo el único
fundamento de las creencias religiosas, sino que éstas tienen también por
sostenes elementos de orden afectivo. Entre ellos es preciso mencionar, sobre
todo, el miedo, la esperanza y la necesidad de explicación. De todos estos sentimientos,
es quizás el miedo el más influyente y creo que es el que produce el nacimiento
de los dioses.
El temor del humano ante las
fuerzas temibles de que se sentía envuelto, era tan natural como la esperanza
de conciliar su protección por medio de plegarias y ofrendas. El miedo a las
fuerzas naturales transformadas en divinidades más o menos semejantes a él y la
esperanza de recibir sus favores fueron sentimientos universales en los
pueblos. Todos se comportaron como más tarde los antiguos habitantes de
América que no conocían el caballo, al
ver a los invasores españoles montados en ellos cargados con sus armas de fuego
, los comenzaron a adorar como seres misteriosos y poderosos que vomitaban
fuego.
La acción del miedo y de la
esperanza no se observa solamente en las religiones sino también en las
manifestaciones del pueblo como es la política como ente organizador de la
sociedad. Sin el temor en el infierno y la esperanza de un paraíso, no hubieran
podido establecerse las creencias en seres superiores que la masa los ha parido
y elevado a escaños superiores.
Como nacieron Júpiter,
Apolo, Venus, Diana, Zeus, Dionisio y
toda la génesis de las leyendas mitológicas, y los otros dioses que subsisten
hasta la actualidad? Ninguna ciencia podrá responder a esto, porque en estas
ficciones ha intervenido un factor importante: la imaginación,
independientemente de toda lógica intelectual. Unida a los sueños y visiones
que son su cortejo, alteran completamente los hechos y forman las creencias. Los relatos
mitológicos se han formado como la mayor parte de las epopeyas, de las leyendas
de todos los tiempos.
Tardaron varios siglos en
constituirse por medio de adiciones, interpolaciones y alteraciones mentales, perpetuadas por las tradiciones populares. Adquirieron
una estabilidad muy grande y fueron el origen de complicados ritos
rigurosamente observados por todas las civilizaciones que han poblado la
tierra. Todas están llenas de leyendas fascinantes, de grandes epopeyas,
producto de la imaginación y de la necesidad de explicar el papel que debe
jugar los dioses en la vida y en la voluntad de las personas. No hay efecto sin
causa y así fueron encadenándose a las leyes naturales y arrastrándose a
suponer que detrás de cada fenómeno hay seres sobrenaturales invisibles
bastante poderosos para manejar las situaciones y poder controlar de acuerdo a
las prerrogativas y ofrendas. Fue así como todos los fenómenos de la naturaleza
tuvieron sus deidades, los dioses conducían al sol para madurar las cosechas,
lanzaban truenos para la lluvia y de esa manera fertilizar la tierra, o absorbían
el viento de las tormentas en los mares para tranquilidad de los navegantes. Tales
interpretaciones, no obstante han sido
de inmensa utilidad para la vida de la humanidad, que pese al desarrollo
de la ciencia y tecnología, no se ha podido concebir otras formas, sino esperar
los milagros para superar los obstáculos y continuar la vida.
Entre los factores psicológicos que han alimentado la creencia en
las religiones, precisa mencionar el deseo de revivir en otro mundo. Esta
aspiración a la inmortalidad se manifiesta por todas partes a la sombra de los
muertos sobrevivientes. Pero la existencia después de la muerte nos parecía
envidiable. Cuenta Homero en la Odisea, que habiendo descendido Ulises a los
infiernos para consultar a Tiresias se encontró con Aquiles, y trató de
consolarle por su muerte “Tus consejos
son vanos -respondió la sombra del guerrero-; mejor quisiera ser en la tierra
esclavo del labrador más pobre, que reinar sobre el mundo entero de las
sombras”.
Es el cristianismo la
religión que más ha insistido sobre la vida futura. El paraíso y el infierno
fueron los dos grandes elementos de su éxito. En nuestros días, esas
concepciones han perdido consistencia y ya son consideradas como imaginarias.
Pero el deseo de sobrevivir permanece intenso en el corazón de los humanos. En
eso estriba la fuerza del espiritismo, que hace concebir a sus adeptos la
esperanza de una nueva vida.
Al escarbar la inmortalidad y remontarnos a nuestros últimos orígenes, casi no encontramos más que una serie de recuerdos, de ideas, por otra parte confusas y variables, relacionadas con el instinto mismo de vivir, solo tenemos un conjunto de hábitos, producto de nuestra sensibilidad y de reacciones conscientes e inconscientes de los fenómenos que nos rodean. En suma, el punto más fijo de esa nebulosa es nuestra memoria.
Nos es indiferente que
durante la eternidad nuestro cuerpo o su substancia conozca todas las dichas o
todas las glorias, sufra las transformaciones más deliciosas y magnificas, se
transforme en flor, perfume, belleza, claridad, éter, todo ello se hace en el
espacio, en la luz y la vida, nos es igualmente indiferente que nuestra
inteligencia se dilate hasta mezclarnos con la existencia de los mundos para
comprenderla y dominarla. Estamos persuadidos de que todo eso no nos conmoverá,
no nos causará ningún placer, de que no acontecerá nunca al menos que esa
memoria de algunos hechos, casi siempre insignificantes, no nos acompañe y no
sea testigo de edad dichas acciones imaginables.
Parece bien, por tanto, que
se deba renunciar definitivamente a la halagüeña esperanza de conservar nuestra
personalidad en otros planos. Nosotros
no la conservamos, porque desde el nacimiento hasta la muerte ella cambia
constantemente. El único elemento de perpetuidad con que se puede contar, es la
vida de nuestros descendientes. Ellos llevarán en sí, como lo llevamos nosotros,
las sombras de nuestros antepasados. Esa inmortalidad aparece, desgraciadamente
demasiado impersonal para que pueda interesarnos mucho. Por eso los creyentes
ávidos de esperanza obran sabiamente, conservando los dioses que les ofrecerán
una reconfortable vida futura individual.
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