VÍCTOR MANUEL GUZMÁN VILLENA
(Profesor de Almas)
(Profesor de Almas)
Siendo el alfa y omega de la
experiencia espiritual, la humildad es
humilde por definición. O sea que una humildad que no sea humilde sino
aparatosa, ostentosa, proclamada a los cuatro vientos, deja de ser humildad
para convertirse en una forma rebuscada de soberbia. Pocas cosas hay tan
irrisorias como el tipo que dice “no hay nadie más humilde que yo”. Por eso
podemos afirmar que de todas las virtudes, la humildad puede considerarse una
de las más difíciles de conseguir. Casi toda la historia de la literatura y la
filosofía se refieren a destacar sobre el tema y vale recordar pensamientos de
grandes hombres como Ruskin «estoy convencido que la primera prueba de un gran
hombre consiste en la humildad». Cicerón «cuanto más alto estemos situados,
más humildes debemos ser». J.D. Salinger
en su novela ‘El Guardián Entre el Centeno’ considerada como una de las obras
cumbre de la literatura norteamericana nos dice «Lo que distingue al hombre
insensato del sensato es que el primero ansía morir orgullosamente por una
causa, mientras que el segundo aspira a vivir humildemente por ella». Einstein,
reputado como uno de los de los seres más inteligentes que ha tenido la
humanidad, dijo: «Nunca he conocido a una persona tan ignorante que no tuviera
algo que enseñarme». Todos nos demuestran el valor que tiene la humildad.
De allí lo importante de aprender
a elogiar sinceramente a los demás: Cuanto más mencionemos las buenas
cualidades de quienes nos rodean a uno, más virtudes se descubrirán en ellos, y
será más difícil que uno caiga en la trampa del egocentrismo. Allí la humildad nos
enseña a descubrir que las muestras de respeto por la persona –por su honor,
por su buena fe, por su intimidad–, no son convencionalismos exteriores, sino las
primeras manifestaciones de nuestra integridad interna en busca de iluminarnos
con nuestros aciertos.
Por eso se dice que la frase más
difícil de pronunciar es: «Me equivoqué». Quienes se rehúsan a hacerlo por
orgullo suelen volver a caer en los mismos errores (sólo el hombre cae dos
veces en la misma piedra) y, además, terminan marginándose de los demás. Allí
la humildad se convierte en una antorcha que presenta a la luz del día nuestras
imperfecciones; no consiste, pues, en palabras ni en obras, sino en el
conocimiento de sí mismo, gracias al cual descubrimos en nuestro ser un cúmulo
de defectos que el orgullo nos ocultaba. Debemos aprender a labrar nuestra piedra
bruta.
Y si la frase más difícil de
pronunciar es: «Me equivoqué», la siguiente más difícil debe de ser:
«Perdóname». Ese simple vocablo mata el orgullo y pone fin
a cualquier altercado, así hemos eliminado a dos pájaros de un solo tiro. Pero
para eso, es necesario reconocer que tanto los demás como uno mismo podemos
equivocarnos.
Otro don de la humildad es saber
admitir nuestras limitaciones y necesidades. Es parte de la naturaleza humana
querer dar la impresión de ser fuerte y autosuficiente; eso normalmente no hace
más que dificultar las cosas. Si manifiestas humildad pidiendo ayuda a los demás
y aceptándola, sales ganando. El no fiarse del propio parecer nace de la
humildad. Y donde hay humildad, hay sabiduría. Sirve a los demás. Ofrécete a
ayudar a los ancianos, los enfermos y los niños, o a prestar algún otro
servicio comunitario. Saldrás beneficiado, pues aparte de adquirir humildad, te
ganarás la gratitud y el cariño de la colectividad. Cuando se te presente la
ocasión de prestar ayuda al prójimo, hazlo con alegría y con la humildad y sacarás tesoros inmensos de virtud y de gracia
en tu corazón.
Hay que ir en el caminar de la
vida aprendiendo a cultivar el mérito de toda cualidad que tengas y de todo lo
bueno que te ayude a hacer. Para ello es importante abrir los ojos del alma y
considerar que no se tiene nada nuestro de lo que debamos gloriarnos. Lo único
que realmente tenemos son nuestros dones que viven en nosotros y que muchas veces no lo hemos
descubierto y potencializado. Un grave error es no saber confiar en los demás y
solo pensamos que es un gran logro confiar en nuestras propias fuerzas. Nuestra
sabiduría con el tiempo nos indicará lo contrario.
Practiquemos todos los momentos de nuestra vida la humildad que es la madre de todas las virtudes, así como la soberbia es la madre de todos los males y vicios. La experiencia espiritual y la tradición mística así lo atestiguan. El cimiento sólido para todo el edificio espiritual que queramos edificar es la humildad. Sin ella, nada considero que sobra.
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