VICTOR MANUEL GUZMAN VILLENA
La presión de la sociedad en la que vivimos ordena a nuestro cerebro a pensar siempre que los problemas son parte esencial de nuestras vidas y nos obliga a desenvolvernos con la tortura, con atribulaciones de no tener una paz interior que nos permita ser felices y alegres. Sin saber que la naturaleza nos ha dotado a cada uno de nosotros de la capacidad necesaria para derribarlos de una manera simple y rápida esas barreras anímicas, verdaderos obstáculos síquicos que limitan o invalidan nuestra innata aptitud para resolverlos.
Ermenson
reflexionaba: “la vida consiste en lo que un humano piensa todo el día”. Si
piensas en el éxito, creas un clima espiritual que posibilita el éxito. Si
piensas en el fracaso, ya estás a dos dedos de él. Puesto estos grilletes
intelectuales no se tiene existencia tangible, es preciso tratar de suprimirlos
por medios puramente espirituales. Por eso es por lo que, para obtener ese
resultado, me valgo de aquellos principios universales, cuya aplicación aliviado
y curado, a través de las edades a miles de generaciones. Son cuatro los
principios y temibles enemigos de nuestra paz interior, y que es, casi siempre,
uno de ellos el que proyecta su ominosa sombra en el ánimo conturbado por algún
problema.
La falta de confianza en uno mismo. Allí es importante
desplegar todas las fortalezas y el valor, y el mejor modo de resolver los
conflictos propios consiste en ayudar al prójimo a zanjar los suyos. Allí al
ser útil se potencializará el esfuerzo y la constancia en creer que tu
eres todo y puedes resolver todo, así calará hondo en tus rincones crepusculares
del espíritu, de donde con lentitud pero
con certeza expulsarás a la desconfianza en sí mismo. No siempre resulta fácil.
En este mundo no hay cosa más difícil que cambiar de modo de pensar, pero es
posible. Lo sé porque hemos visto a
muchos triunfar en esta ardua empresa.
El resentimiento. Muchos
son los mensajes que recibo en mi página electrónica donde publico estos temas. Donde las personas se muestran convencidas de que el autor de
sus males es otra persona y allí la
ebullición produce el hervor de un cólera reprimido. Ese resentimiento que
clama por desahogarse hace mucho daño a la persona que lo alimenta que a la que
le sirve de objeto o pábulo. Esa carga de malquerencia agota las energías del
más fuerte. Impide toda comunicación conciliadora. Es algo muy difícil de
conseguir neutralizar los sentimientos,
hay que estar en un plano elevado para lograrlo y olvidarlo. No hay más que un
remedio para el resentimiento: el perdón. Algunas veces nos puede tomar mucho
tiempo perdonar porque hay que
reforzar los esfuerzos fallidos
de eliminar este veneno.
Culpa y remordimiento. Un
remordimiento oculto o embozado, no se desvanece por sí solo. se nos clava en
la conciencia llenándola de angustia y temor. El único medio de librarnos de
este terrible huésped es arrepentirnos sinceramente de la culpa cometida, hacer
propósito firme de enmienda, ofrecer excusas y reparar, hasta donde sea
posible, el perjuicio inferido, si lo hubo, y solicitar directa o
indirectamente el perdón de la persona ofendida.
En conclusión
todos debemos cambiar todo el tiempo por nuestra propia convicción sin tratar de cambiar
a los demás para poder ser feliz. En lugar de eso, debemos enfocar para apreciar
a la gente que nos rodea. Si queremos encontrar la verdadera plenitud de la felicidad,
tenemos que dejar de depender de aquello que no nos puede dar satisfacciones
positivas que alegren el alma, tomando en cuenta que todo lo que nos rodea
cambia constantemente.
Cuando dejamos ir la necesidad de controlar y empezamos a encontrar la felicidad adentro, podremos disfrutar de la naturaleza inesperada de la vida, libre de temor y llena de amor.