viernes, 30 de noviembre de 2007

LA VOLUNTAD


VICTOR MANUEL GUZMAN VILLENA
 

La voluntad es el poder que el alma tiene para determinar, con consciencia y reflexión, a un acto libremente escogido. Y en esto consiste precisamente el arte de educar la voluntad: en saber desarrollar la facultad de dirigir sus actos, restringiendo la esfera del impulso mecánico y el imperio del capricho, para que el alma sea completamente dueña y señora de todas las energías. 

El humano posee tanta más fuerza de voluntad cuanto mejor sabe sustraerse al dominio de las fuerzas exteriores y más perfectamente gobernar los impulsos vitales que brotan del interior de su ser. Cosa difícil es hallar un ser humano completamente dueño de su voluntad. Los humanos generalmente hablando se dividen en dos grandes grupos: apáticos y violentos. En los apáticos el impulso interno es casi nulo; las fuerzas vitales permanecen como sepultadas en la inacción, y en su actividad tan débil e insuficiente que no llega casi nunca a ponerse en consonancia con lo que exige de ellos el deber. Esta languidez de espíritu, este abatimiento al esfuerzo es la enfermedad de la voluntad más universalmente extendida y al propio tiempo la más peligrosa. En los violentos, los que todos somos en determinadas ocasiones bajo la influencia de la pasión, el impulso es por el contrario excesivo y desordenado como un indomable caballo que no obedece al freno. Ni unos ni otros tienen dominio de su voluntad. Será dueño de su voluntad pues, aquel que durante horas de apatía sepa despertar sus energías amortiguadas, utilizando poca fuerza para determinar el impulso conveniente, y que, en los momentos de excitación desordenada, apacigüe y refrene sus pasiones, dirigiendo por el camino del deber las actividades fecundas que en su alma se desbordan. Tener dominio de la voluntad es, pues, regular la producción y el gasto de la actividad, reanimar la vida cuando se apaga y moderar la llama cuando se aviva. El primer resultado de semejante dominio será la manifestación y el desarrollo de la personalidad. Si ha podido afirmarse, con mucha verdad que apenas existe entre mil humanos, sólo uno que sea persona, es porque, en efecto, la mayor parte en lugar de tener el alma en sus manos, se dejan guiar por influencias externas o por las ciegas exigencias de su sensibilidad. 

La verdadera dignidad del humano se funda en lo que es y no en lo que tiene. Los hombres sin voluntad no son, pues, tales hombres, ya que ni se pertenecen, ni producen, ni adquieren. Por la voluntad se librarán de sus explotadores, se harán dueños de sí mismos, recobrando la libertad, con lo cual llegarán a ser personas morales, elevándose así del estado de degradación a la verdadera grandeza. La conquista de sí mismo exige mayor esfuerzo que la conquista de los demás -lo que demuestra la historia de casi todos los grandes hombres-, el desenvolvimiento de la personalidad entraña el poder de acción y el imperio de la influencia sobre los demás hombres. Gobernarán el mundo y poseerán la tierra, pues aquellos que hayan tomado antes posesión de sí mismos, haciéndose dueños de sus actos. Todo se doblega ante una voluntad firme, aun los seres inanimados y la misma fuerza bruta. Gracias a la perseverancia en el trabajo y la tenacidad en los proyectos, la naturaleza revela a la voluntad humana sus secretos y sus recursos: por esta razón se ha dicho que el genio es la paciencia sufrida y perseverante, y es cosa averiguada que la voluntad no tiene menos parte que el talento en los más admirables descubrimientos y en las más atrevidas empresas. El valor intelectual es, generalmente hablando fruto y resultado de la voluntad. Dos inteligencias de iguales alcances obtienen frecuentemente muy diferentes resultados, según sea la voluntad que las dirige: el talento sea el que fuere, no se desarrolla y vigoriza sino mediante el continuo ejercicio. Es cosa averiguada que, las más de las veces, la fecundidad de un sabio depende de la fuerza de atención del individuo, pues nada produce si se le divide y distrae en diferentes cosas. Fijo en una sola por la atención, la penetra y profundiza al par que se enriquece. Pero la atención es fatigosa; no se consigue sin esfuerzo y sin lucha, y es el más ventajoso resultado y quizá la más exacta medida de la fuerza de voluntad. 

 Nadie ignora que el talento depende en gran parte del esfuerzo de la voluntad; pero igualmente el mismo organismo, que guarda la misma subordinación. Por tanto no puede dudarse que la voluntad es tributaria de la salud, pero la voluntad influye a su vez en la salud, ya que regula el organismo, equilibra la alimentación y el desgaste y templa las excitaciones cuya violencia sería perniciosa; es aún mayor su alcance, pues su entereza comunica el organismo todo cierta tonicidad, que justifica, en parte su papel terapéutico que se ha querido señalar a la voluntad. La primera condición para el ejercicio de la voluntad es la vitalidad funcional garantizada por la higiene, la misma que tiene un efecto de gran importancia que entraña en sí la concepción del bien moral, acompañada del profundo deseo de realizarlo. La necesidad moral de la higiene no se oculta a la sagacidad de la filosofía antigua, que estereotipó su ideal en aquel conocido apotegma: Men sana in corpore sano. Este elemento nos transmite la impresión inicial a través del sistema nervioso, ya que es el órgano conductor. Aquí juega un papel importante la alimentación, es necesario saber alimentarnos en forma disciplinada, ya que en caso contrario nos volvemos caprichosos y desordenados. La digestión mal hecha, la respiración contenida o insuficiente, la falta de ejercicio corporal; todo altera la formación y la circulación de la sangre; y lo que es peor repercute en el más delicado de los organismos, el sistema nervioso. A la higiene incumbe, pues, escoger y moderar la alimentación; descartar el régimen los alimentos dañinos; asegurar la buena circulación de la sangre y domar los músculos a través del ejercicio. Es la higiene, en cierta manera, una especie de mortificación, pues no consiste en halagar el cuerpo, sino en regularlo. Impone continuas privaciones en la alimentación, bebida, vicios y placeres. Por su naturaleza, recomienda la higiene la austeridad de vida y mira por los verdaderos intereses del ser humano. La segunda condición para el ejercicio de la voluntad es la creación de hábitos por el esfuerzo. Mientras que la higiene asegura al sistema nervioso su actividad funcional; el hábito va abriendo a las corrientes, vías de transmisión. La facilidad o dificultad de un acto depende de los caminos que tiene que recorrer desde el centro sensible, impresionado por la resolución, hasta el centro motor del cual procede la ejecución. Una de dos: o existen relaciones directas entre los dos centros -y entonces el acto correspondiente a la impresión se realiza con facilidad- o bien faltan por completo aquellas relaciones, y entonces se impone un trabajo arduo y complicado; hay que hacer en primer lugar un esfuerzo para que se establezcan las comunicaciones entre las neuronas, que hasta entonces habían permanecido aisladas, y cerrar al mismo tiempo con actos de inhibición todas las vías por las cuales tienda a escaparse el impulso nacido de la decisión. Ciertas articulaciones nerviosas, ora sean nativas, ora contraídas por actos anteriores, deben ser aniquiladas o neutralizadas por impresiones contrarias, a fin de que se establezcan nuevas uniones mediante redoblados impulsos, los cuales a fuerza de tanteos a través de la espesura nerviosa, hallan por fin el camino deseado. La supresión de antiguas articulaciones nerviosas trae consigo la desaparición de tendencias o hábitos adquiridos, mientras que la producción de articulaciones nuevas, crea nuevos hábitos. Sea cual fuere la forma bajo la cual se desarrolla nuestra actividad, puede distinguirse tres períodos: el período de dispersión, en el cual el gasto de energía se hace sin orden ni medida; el del esfuerzo, en el cual los movimientos se coordinan por medio de una especie de violencia prolongada y sostenida; y el de costumbre, en el cual los movimientos se ejecutan con rapidez casi instantánea y con facilidad casi inconsciente.

Lo propio sucede en el orden moral. Durante el período de dispersión, la voluntad no existe, o se halla como el embrión; y en ella se suceden los deseos con profusión y variadas suma, ora buenos, ora malos, pero sin consistencia ni dirección; unas veces violentos y capaces de producir enérgicos impulsos; otras veces débiles, sin fuerza para la ejecución, pero siempre sin enlace con un acto determinado; de tal manera, que no se sabe jamás cuáles serán los efectos de una impresión. Los seres que nunca salen de esta fase son débiles, inconstantes y antojadizos; débiles porque son gobernados por las circunstancias y no por sí mismos; inconstantes porque viven al azar de las influencias externas o de las impresiones internas; y antojadizos porque están sujetos a los impulsos y a las acciones más contradictorias. En la fase del esfuerzo es cuando se educa la voluntad. El alma toma entonces en sus manos las riendas de su imperio. Domina fácilmente una a una las potencias de su ser, fija su atención, detiene los impulsos malos con otros buenos y refuerza conscientemente las excitaciones útiles. La tercera condición para el ejercicio de la voluntad es el vigor de los impulsos iniciales. ¿Cómo adquirir fuerzas bastantes para salir victorioso de este impulso inicial de una acción? No es eficaz el esfuerzo, ni abre vías de comunicación, ni crea el hábito, si la impresión sensible que acompaña a la idea o al deseo no es bastante fuerte para llegar al centro motor y ponerlo en movimiento. Esta observación de orden fisiológico aclara la distinción que establecen los psicólogos, al tratar de la voluntad, entre los estados intelectuales y los afectivos, entre las ideas y los sentimientos. Las ideas dicen: son impotentes en la lucha de las inclinaciones; los sentimientos, por el contrario, gozan de un poder soberano sobre la voluntad. La visión clara del saber aprovecha poco a la virtud; solamente la emoción favorable al bien trae consigo su cumplimiento. ¿Quién no conoce la debilidad de la idea pura? ¿Quién no ha experimentado la desilusión cruel de la vida real, comparada con la vida teórica vislumbrada entre sueños generosos? Cuanto dista de nuestros planes de perfeccionamiento moral, del cuadro incoherente formado por nuestras cotidianas acciones. Se trata de una fuerza de inercia la que nos detiene, ora de los apetitos desordenados los que nos arrastra. De dondequiera provengan nuestras derrotas, aprendemos muy a costa nuestra cuán grande es la distancia que separa la imagen de la realidad. Fijémonos en un alcohólico; lejos de la tentación, llora sus faltas, le duele sus consecuencias y protesta de que no volverá a probar otra vez licor; confía en sí mismo y se considera seguro; descuenta por adelantado los provechos económicos de su resolución y si se permite tomar una copa por vía de aperitivo, parécele que no se debilitará con ello su voluntad; sin embargo, apenas ha absorbido unas gotas de licor, se despierta de nuevos sus apetitos y se arrastra irresistible y avergonzado de sí mismo, pisotea sus proyectos de renovación y todos sus planes de reforma. 

Para obrar bien, no basta pues pensar bien; convine ser movido y llevado por el amor. Solamente el sentimiento que mueve al corazón, comunica sus impulsos que triunfan y vence la apatía o despierta las emociones favorables que contrapesan y reemplazan las emociones hostiles. ¡Cuántas malas acciones contiene el temor! ¡Cuántas nobles empresas llevar el amor a feliz término! En esta confrontación entre el temor y el amor, el humano debe inclinarse hacia el segundo, el amor a sí mismo y que inspira el instinto de conservación, el deseo de progreso, el valor de vencerse por el esfuerzo. 

El amor cuando se apodera del ser, lo conduce al desinterés, al sacrificio, y nada nos parece bastante en beneficio de aquellos a quienes amamos. Es el sentimiento más poderoso y profundo como también el más tenaz, el que une o divide a los humanos, el que mueve más enérgicamente las voluntades para el cumplimiento del deber manifestado por la conciencia. Este sentimiento de acción nos lleva a mover los centros sensibles y conseguimos excitar los centros motores y estos a su vez los centros afectivos; en una palabra, cuando las corrientes son bastantes poderosas para poner en juego todos los resortes nerviosos estamos al servicio de la voluntad. En este punto van de común acuerdo la psicología y la fisiología. La táctica reconocida por el psicólogo como eficaz para despertar el sentimiento, adoptándola también el fisiólogo para excitar los centros motores. Esta táctica, en el cual reside el arte de hacernos dueños de la voluntad, se reduce a tres medios principales: la vida interior, las influencias exteriores y la acción.

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