viernes, 10 de agosto de 2012

LOS CICLOS DE LA HUMANIDAD



VICTOR MANUEL GUZMAN VILLENA

 El proceso histórico de las civilizaciones y las culturas está signado en realidad por las leyes de los ciclos y de los ritmos que como sabemos son las mismas que rigen en todos los órdenes de la manifestación universal. El simple hecho de comprobar que una civilización, como todo ser, nace, crece, decae y muere, es un ejemplo más, y bastante gráfico, de que ésta sigue y repite a su nivel correspondiente la ley cuaternaria en que se fragmenta todo ciclo. 

Sirviéndonos una vez más de las analogías y correspondencias simbólicas podemos comprobar que los ciclos de las civilizaciones están todos ellos comprendidos dentro de un ciclo mayor que abarca el de la existencia completa de la humanidad, que se divide en cuatro períodos o grandes edades, que comprende la Edad de Oro, la Edad de Plata, la Edad de Bronce y la Edad de Hierro, según términos que cogemos de la antigüedad greco-latina. Siguiendo con la misma ley analógica, los ciclos históricos están inexorablemente vinculados al flujo y reflujo del tiempo cósmico en su perpetua recurrencia. En este sentido las eras astrológicas, en las que un signo zodiacal domina con su influencia un determinado período histórico.

Considerada globalmente la historia de la humanidad se nos presenta como un inmenso decorado o escenario (el teatro del mundo) en el que se puede observar cómo pueblos enteros aparecen y desaparecen obedeciendo a una ley inexorable. Igualmente podemos ver a la historia como un gran cuerpo (al igual que el cosmos mismo) cuyos órganos, y la infinidad de células que lo componen, tienen la misión de hacerlo funcionar. Y así como el cuerpo físico está animado por un corazón que le insufla la vida, de igual manera la existencia y la propia razón de ser de las sociedades humanas ha sido posible gracias a que han albergado en su interior el depósito sagrado del conocimiento y de las doctrinas.

Sin la presencia de los símbolos, ritos y mitos reveladores de lo supra-humano ­y mediante los cuales se puede escapar de la recurrencia cíclica de los nacimientos y muertes signados por el tiempo que todo lo abarca,­ la historia carecería de sentido y no sería sino un absurdo, pues le faltaría lo más esencial, que es el espíritu o acción  humano; o bien devendría una mera formulación de datos y fechas encasillados en compartimentos estáticos sin relación entre sí, cuando en verdad es todo lo contrario: una poética donde queda impresa el alma de humanos y de los pueblos. 

Si el cosmos entero obedece a un plan y a un orden de leyes físicas propias para su creación y expansión, en el que la nada y el todo desempeña una función y un destino específico, es obvio que las civilizaciones y las culturas tradicionales participaron en la realización y cumplimiento de ese plan, perpetuando en cada ciclo particular con sus formas y características propias, avivando el fuego inextinguible de la Sabiduría de los orígenes. En este sentido existe necesariamente un hilo de continuidad sutil e invisible entre todas las civilizaciones y especialmente entre aquéllas que se han manifestado en una misma área geográfica o continente. Cuando una civilización, al agotar sus posibilidades existenciales, está a punto de perecer, otra, más joven y con elementos nuevos viene a sustituirla, produciéndose con frecuencia una especie de ósmosis espiritual o transferencia de los principios de una a otra.


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