jueves, 24 de marzo de 2016

EL SER ETERNO



VICTOR MANUEL GUZMAN VILLENA

La huida del tiempo ha sido cantada por todos los poetas. Cuando el filósofo detiene en ella su atención, se asombra ante el paso incesante de los sucesos, todo viene y a todo parece irse sin despedirse. El paso del tiempo es inexorable, engendra recuerdos, en que la vida se acaba poco a poco, se desvanece con el borrador del tiempo. Y al preguntarnos por el tiempo surge la interrogante de la existencia.

La palabra “existencia” expresa bien esta síntesis de tiempo por ser la sustancia de la que estamos hechos. Aquí recuerdo las enseñanzas recibidas sobre el  libro de la vida, que es el libro supremo, en que no se puede cerrar o volver a abrir a elección, donde el pasaje más interesante no se puede leer dos veces, pero la hoja fatídica se pasa sola, Si queremos volver a la página en que se ama y se vive ya hemos llegado a la página de la muerte  que está ya bajo nuestros dedos. Y así hemos unido dos conceptos: Tiempo y eternidad.

Vivimos en el tiempo, y a partir de él nos interrogamos sobre lo eterno. Pero si ambos se reparten la totalidad de lo real, ¿dónde encontrar la eternidad?, ¿al final del tiempo o en el tiempo? ¿La eternidad, no debe estar fuera del tiempo? La aceptación del tiempo es una conquista difícil. La gran mayoría viven aterrorizados por la irreversibilidad de su propia duración, por la perspectiva de su personal corrupción futura: por eso hacen todos los esfuerzos en la ciencia por detener el curso del tiempo. En otras palabras: no pueden y no saben experimentar el tiempo sin aspirar inmediatamente a lo eterno. Pero, ¿en qué se funda esta aspiración? ¿Basta el tiempo para afirmar la eternidad? ¿No sería ésta, entonces, el fruto ilusorio de nuestro rechazo del tiempo? Cuestión grave, porque si no existiera la eternidad, ¿en qué se fundaría nuestra aspiración? ¿Puede exigir la adhesión y justificar el martirio un ideal destinado a desaparecer?

El tiempo existe porque existe el cambio. Aristóteles lo definía como la medida de lo que cambia. ¿Pero el tiempo reside en lo que transcurre en el movimiento de la cosa que cambia o en el sujeto que lo mide? En cuanto a su forma de existencia, el tiempo no es una realidad independiente; está ligado por una parte a la inteligencia, dotada de una memoria que numera las etapas de la sucesión, y por otra es inseparable de la existencia del cambio. Kant quiso resolver esta paradoja haciendo del tiempo una forma a priori de la sensibilidad. A sus ojos, el tiempo depende por completo del espíritu, que capta las cosas, necesariamente, según el tiempo. «Se puede concebir un tiempo sin objeto, declara, pero no un objeto sin tiempo». Hegel perseguirá esta integración del tiempo en el espíritu, por medio de la dialéctica. Los tres momentos tesis, antítesis, síntesis constituyen toda la realidad según un proceso que es la historia del Espíritu aprehendiéndose a través de sus obras. «Todo lo real es racional y todo lo racional es real». Esta fórmula significa que el tiempo no se induce de lo real, sino que es lo que permite deducir, a priori, todo lo que es. El tiempo se confunde con la vida del Espíritu, que es la historia.

El principio del cambio es igualmente cambiante. No se puede negar la sutileza de esta solución, pero por muy seductora que sea, no logra evitar la contradicción: para ligar la sucesión de instantes como un todo continuo, sería necesario un instante único sin principio ni fin que durase, que coexistiese con toda la sucesión temporal en un sujeto intemporal exterior a la multiplicidad. Lo que precisamente está excluido de la hipótesis desde el momento en que se afirma que todo lo que existe es cambiante, es decir, temporal.

La necesidad de eternidad es tan imperiosa que Nietzsche, la reincorpora en su obra forjando el mito del eterno retorno. “Yo volveré con este sol, con esta tierra, con este águila, con esta serpiente; no a una vida nueva o a una vida mejor o parecida: volveré eternamente a esta misma vida, idéntica en lo grande y en lo pequeño, para mostrar de nuevo el eterno retorno de todas las cosas... He pronunciado una palabra, y mi palabra me destruye: así lo quiere mi destino eterno. ¡Desaparezco anunciando...!” Es una Visión fulgurante de la soberanía invicta del tiempo! Una eternidad que se alimentase de tiempo.

Esta odisea del espíritu muestra la necesidad de la eternidad y de su trascendencia. Nietzsche identifica el ser y la voluntad de poder, que el acto que va a establecer esté ya establecido y que la libertad, si no quiere ser una fatalidad, deba ser creadora. Para encontrar la eternidad en el tiempo, siguiendo al idealismo alemán, hizo de la libertad un comienzo sin comienzo, el ser originario de todas las cosas. La libertad es infinita porque el ser es voluntad de poder. Por ello, la eternidad se encuentra, para el superhombre, en el acto de decidir; está ligada al instante de la decisión; lo que se ha decidido es eterno.

El tiempo no es independiente de la eternidad. Una visión puramente temporal de la vida es incompleta. El ser eterno no pertenece, desde luego, a la esencia del tiempo; la eternidad difiere radicalmente del tiempo y lo trasciende. Pero, sin embargo, no vayamos a creer que la eternidad es tan sólo un intemporal abstracto; por el contrario, es un presente muy concreto, y para gozar de él no es necesario renunciar al tiempo. La eternidad nos es dada ahora: somos contemporáneos de lo eterno. Si permanecemos es por participación del eterno presente, del mismo modo que el ser singular no existe más que por participación del acto de existir. Al conquistar la unidad en cada instante, llegaremos a ser eternos, porque lo que es uno, es indivisible e indestructible, y por tanto inmaterial y divino. Señalada con el sello de la eternidad, nuestra actividad se espiritualiza y confiere a la banalidad de lo cotidiano la densidad de lo sagrado.

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