VICTOR MANUEL GUZMAN VILLENA
El lenguaje es el disfraz del pensamiento, ya que el pensamiento
está escondido detrás de las palabras y por tanto puedo afirmar que el arte
palabras son formas, sonidos, donde el lenguaje rinde al pensamiento grandes y
preciosos servicios, no solamente suministrándonos un medio de transmitirlo en
la medida de lo posible, sino también ayudándonos a precisarlo y permitiendo
definírnoslo mejor a nosotros mismos, y hacerlo consciente de una manera más
clara y completa. Pero al lado de estas ventajas incontestables, el lenguaje, o
mejor, su abuso, da lugar a graves inconvenientes, el menor de los cuales no es
el verbalismo que ahora mismo os denunciaba, verbalismo cuya deplorable
manifestación es lo que se ha convenido en llamar elocuencia.
En efecto, el éxito de los más reputados oradores es debido a
la precisión o a la elevación de las ideas que expresan. No es necesario tener
ideas para ser elocuente, y tal vez eso sea más bien un obstáculo, sobre todo
cuando quiere uno dirigirse a la muchedumbre; ya que, hay que reconocerlo, la
gran masa de los humanos tiene impresiones más que ideas, y esta es la razón de
por qué se deja subyugar tan fácilmente y arrastrar por palabras que, de
ordinario, son tanto más sonoras cuanto más vacías de sentido, y por ello tanto
más aptas para ocupar el lugar del pensamiento en aquellos que no lo tienen.
También, el poder del orador se debe a un poder de orden
físico: los gestos, las actitudes, los juegos de la fisonomía, las entonaciones
de la voz, la armonía de las frases son sus principales elementos. Con respecto
a esto, el orador tiene más de un punto de similitud con el actor, donde su
actuación se dirige a las facultades sensibles de su auditorio, a los
sentimientos o a sus pasiones, a veces a su imaginación, pero muy raramente a
su inteligencia. Y esta función preponderante de los medios físicos en el arte
del orador, nos explica por qué sus discursos ejercen mayor influencia en la muchedumbre,
ya que cuando nos damos el trabajo de leerlos luego, nos parecen de una sorprendente
insignificancia, de una desesperante banalidad. También por ello es tan raro
que una misma persona reúna dones tan diversos como los del escritor y el
orador: el escritor, que no tiene a su disposición los mismos medios
exteriores, necesita cualidades de otro orden, quizás más brillantes, y menos
superficiales y más sólidas en el fondo. En cambio, la del discurseador
solamente tiene su razón de ser en una circunstancia determinada y pasajera,
mientras que la del escritor debe tener normalmente un alcance más duradero.
Al menos debería ser así, pero desde luego hay escritores
cuyas frases no contienen más pensamiento que las de los oradores de los que
acabo de hablar, y mucha de la literatura que en suma no es más que mala
elocuencia, y que, fijada sobre el papel, ya ni tiene los encantos artificiales
que podría prestarle una dicción agradable o sabia. Y naturalmente, al atacar
la elocuencia verbal, incluyo también con el mismo título, a toda esta vana
literatura.
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