jueves, 28 de abril de 2011

SABIDURIA



VICTOR MANUEL GUZMAN VILLENA

Confucio enseña que hay dos clases de sabios, siéndolo unos de nacimiento, mientras que los otros lo hacen mediante su esfuerzo. Debe recordarse aquí que el sabio tal como él lo entendía, representa el grado más elevado de la jerarquía confucionista y constituye al mismo tiempo el primer escalafón de la jerarquía taoísta, situándose así en cierto modo en el punto límite donde se reúnen los dominios exotérico y esotérico.

En estas condiciones, uno puede preguntarse si, al hablar del sabio de nacimiento, Confucio había querido designar con ello solamente al humano que por naturaleza posee todas las cualificaciones requeridas para acceder efectivamente y sin ninguna otra preparación a la jerarquía de conocimiento, y que, en consecuencia, no tenía ninguna necesidad de esforzarse en escalar poco a poco, mediante estudios más o menos largos y penosos, los grados de jerarquía exterior. Ello es efecto muy posible e incluso constituye la interpretación más verosímil; tal sentido es, por cierto, tanto más legítimo cuanto que implica al menos el reconocimiento de que hay seres que están destinados, por sus propias posibilidades, a pasar inmediatamente más allá de ese dominio exotérico.

Todo conocimiento efectivo constituye una adquisición permanente, obtenida por el ser de una vez por todas, y nada podría jamás hacerla perder. Por consiguiente, si un ser que ha alcanzado un determinado grado de realización en un estado de existencia, pasa a otro estado, deberá necesariamente llevar en él lo que ha adquirido, que aparecerá entonces como “innato” en ese nuevo estado; está claro, por otra parte, que no puede tratarse en ello más que de una realización que permanece incompleta, sin lo cual el paso a otro estado no tendría ningún sentido concebible, y, en el caso del ser que pasa al estado humano, pues es éste el que nos interesa particularmente aquí, ésta realización no ha llegado todavía a la superación de las condiciones de la existencia individual; ésta puede extenderse desde los grados más elementales hasta el punto más cercano a aquel que, en el estado humano, corresponde a la perfección. 


Decimos solamente el punto más cercano, porque, si la perfección de un estado individual hubiera sido efectivamente alcanzada, el ser no tendría ya que pasar por otro estado individual. También se puede hablar de un ser que habiendo ya alcanzado un grado determinado de realización antes de nacer al estado humano, poseerá de nacimiento el grado correspondiente a esta realización en el mundo humano, grado que puede ir desde el de sabio hasta el del “hombre verdadero”. 


Sin embargo no debería creerse que en las condiciones actuales del mundo terrestre, esta sabiduría innata pueda manifestarse espontáneamente, como ocurría en la época primordial, pues evidentemente es preciso tener en cuenta los obstáculos que opone el medio. El ser de que se trata deberá entonces recurrir a los medios que de hecho existen para superar estos obstáculos, lo que significa que no está en absoluto eximido, como se podría suponer erróneamente, de la vinculación a una “cadena iniciática”, a falta de la cual, en tanto esté en el estado humano, permanecería simplemente igual a como estaba al entrar, y como inmerso en una especie de “sueño” espiritual que no le permite ir más lejos en la vía de su realización.

Podría aún concebirse, con rigor, que manifieste exteriormente, sin tener necesidad de desarrollarlo de una forma gradual, el estado del sabio, porque éste no está aún sino en el límite superior del dominio exotérico; pero, para todo lo que está más allá, la iniciación propiamente dicha constituye siempre, por el momento, una condición indispensable, y, por lo demás, suficiente; en el único caso en que esta condición no existe es aquel en que se trata de la realización descendente, ya que ésta presupone que la realización ascendente ha sido cumplida hasta su último término; este caso es entonces evidentemente distinto al que ahora consideramos. Este ser podrá entonces pasar en apariencia por los mismos grados que el iniciado que simplemente ha partido del estado del hombre ordinario, pero la realidad será no obstante muy diferente; en efecto, no solamente la iniciación, en lugar de no ser en principio sino virtual como lo es habitualmente, será para él inmediatamente efectiva, sino que también “reconocerá” estos grados, de una forma que pueda ser comparada a la “reminiscencia platónica” y que incluso es sin duda, en el fondo, uno de los significados de ésta.

Este caso es comparable también a lo que sería, en el orden del conocimiento teórico, el de alguien que posee ya interiormente la conciencia de ciertas verdades doctrinales, pero que es incapaz de expresarlas porque no tiene a su disposición los términos apropiados, y que, desde el momento en que está resuelto a anunciarlas, las reconoce en su sentido sin experimentar ninguna dificultad para asimilárselas. Puede incluso ocurrir que, cuando se encuentre en presencia de los ritos y símbolos iniciáticos, éstos se le aparezcan como si siempre los hubiera conocido, de una manera en cierto modo “intemporal”, porque posee efectivamente en él todo lo que, más allá e independientemente de las formas particulares, constituye su esencia misma.

Otra consecuencia de lo que acabamos de decir es que, para recorrer la vía iniciática, un ser tal como éste que hablamos no tiene ninguna necesidad de ayuda de un Gurú exterior y humano, puesto que en realidad la acción del verdadero Gurú interior opera en él desde el principio, haciendo evidentemente inútil la intervención de todo “sustituto” provisional. Lo que es indispensable que se comprenda es que el ser que posee por derecho desde su nacimiento la cualidad de “hombre verdadero”, o la que le corresponde en un menor grado de realización, no puede ya desarrollarla de hecho de una forma completamente espontánea independiente de toda circunstancia contingente. Por supuesto, el papel de las contingencias no deja de estar reducido para él al mínimo, ya que no se trata en suma sino de una vinculación iniciática pura y simple, que evidentemente siempre le es posible obtener, tanto más cuanto que será como inevitablemente conducido a ella por las afinidades que son un efecto de su propia naturaleza.

Pero lo que ante todo debe ser evitado, pues algunos puedan imaginar que tal caso es el suyo, sea porque se sienten llevados a buscar la iniciación, lo que indica solamente que están prestos a entrar en esta vía y no que ya la hayan recorrido en parte en otro estado, sea porque, antes de toda iniciación, han visto algunos “resplandores” más o menos vagos, de orden probablemente más bien psíquicos que espiritual, que en suma no tienen nada de extraordinario y no prueban más que cualquier “premonición” que pueda ocasionalmente tener todo hombre cuyas facultades estén un poco menos estrechamente limitadas de lo que comúnmente lo están las de la humanidad actual, y que, por ello, se encuentra menos encerrado en la modalidad corporal de su individualidad, lo que por otra parte, de manera general, ni siquiera implica necesariamente que esté verdaderamente cualificado para la iniciación.

Todo esto no representa con seguridad más que razones totalmente insuficientes para pretender poder prescindir de un Maestro espiritual y llegar sin embargo a la iniciación efectiva, no menos que para eximirse de todo esfuerzo personal en vistas a este resultado; la verdad obliga a decir que ésta es una posibilidad que existe, pero también que no puede pertenecer sino a una ínfima minoría, si bien, en suma, ni siquiera hay que tenerla prácticamente en cuenta. Quienes poseen realmente esta posibilidad tomarán siempre conciencia de ella en el momento oportuno, de una manera cierta e indudable, y esto es, en el fondo, lo único que importa; en cuanto a los demás, si se dejan arrastrar por sus vanas imaginaciones y les dan crédito, comportándose en consecuencia, serán llevados a las más molestas decepciones.

sábado, 23 de abril de 2011

VIVIR CON LOS SENTIDOS


VICTOR MANUEL GUZMAN VILLENA

Al hablar del silencio es necesario remitirnos a la quietud y vivir con todos los sentidos. Por ello voy a transcribir algunos ejercicios de meditación que nos narra Anselm Grün. No se trata de proponernos grandes objetivos. Más bien, el ejercicio consiste precisamente en permanecer recogidos sin más en uno mismo, en estar presente en los propios sentidos y en experimentar el mundo con ellos.

Es necesario buscar un espacio tranquilo, fuera de la ciudad –si se lo puede hacer en una campiña- o sino en una sector tranquilo de la ciudad. Este primer ejercicio es fácil, en los primeros diez minutos de paseo diario, limitarse a mirar ¿Qué veo?, percatarse del paisaje, de los jardines, de las flores, del campo si lo hay, de las formas de los árboles. Observar el cielo y cómo juega las nubes en él. No se trata de una mirada curiosa: los ojos no vagan de continuo de un lado para otro. Antes bien, es estar completamente inmerso en el ver. En este ver asombrarse de la belleza de la creación, en ella percibir la fuerza de la naturaleza. Por eso para los griegos, la vista es el sentido más importante para el encuentro con el poder del universo. No mirar como espectador, sino como si fuera a fundirse con aquello en lo que se fija la mirada.

Es también lo que significa “contemplación”: mirando se puede descubrir el fondo de las cosas y allí, en su profundidad, descubrir la sabiduría de la naturaleza. “Contemplar” significa también: mirar hacia dentro, visualizar la propia luz. La luz del sol que guía nuestra mirada hacia la luz interior del alma. Allí descubrir el poder que genera el universo no como una imagen determinada sino como fundamento de todas las imágenes.

Luego, durante otros diez minutos tratar de limitarse a escuchar. ¿Qué oigo cuando paseo por el paisaje escuchando atentamente? Oigo el susurro del viento, del campo, de los pájaros, el ladrido de los perros, el ruido de la ciudad. Y oigo mis propios pasos. Cuando se está todo inmerso en la escucha, en último término también escuchar en todos los ruidos la quietud, de no perturbar la paz, la hace perceptible. Y a veces, en medio del mucho ruido no oír nada, sino solo el sosiego, allí son instantes maravillosos, ya que no escucharemos autos que circulen por sitio alguno, ni ruido de ninguna clase, aquí reina la absoluta calma. Y entonces volvemos a oír un ligero susurro. Es algo delicado que hace audible para nosotros la tranquilidad que nos envuelve. Escuchar tiene siempre un halo de misterio. En lo que estamos oyendo percibimos, en el fondo, lo audible.

Los diez minutos siguientes, dedicarnos sólo a oler. Huelo el paisaje, la fragancia de las flores, de los arboles, del campo, de los arbustos que se alzan al borde del camino. Si nos concentramos por completo en oler, constataremos que cada paisaje tiene su propio olor y que un paisaje huele de forma distinta por la mañana que por la tarde, de forma distinta después de llover que mientras llueve o que cuando luce el sol, de forma distinta en invierno que en primavera, verano u otoño. Olemos la diversidad.

El olfato es un sentido cargado de emociones. Al olor, nos viene el recuerdo de los olores de nuestra infancia que eran importantes para nosotros, que transmitían una sensación de seguridad. Pero también las ofensas que experimentamos de niños están asociadas a menudo a determinados olores. Cuando olemos, los pensamientos cesan de revolotear en nosotros. Entonces, estamos por completo en uno de nuestros sentidos, en nuestro cuerpo, no en la mente. Oler nos pone en contacto con experiencias intensas de nuestra infancia, adolescencia y también madurez. recordamos nuestras vacaciones y lo asociamos enseguida el olor con nuestras aventuras, con los buenos momentos que pasamos en determinados sitios y el olor suscita en nosotros un sentimiento de libertad así como una sensación de seguridad, y al mismo tiempo, hay en esa fragancia un atisbo de trascendencia, de misterio. Es evidente que, en ella que la armonía del cosmos mismo nos tocó.

A continuación, procuramos estar sólo en nuestra piel. Notamos el viento, que a veces nos acaricia tiernamente y luego vuelve a metérsenos hasta nuestros huesos. Sentimos el calor del sol en nuestro rostro. Nos detenemos para advertir el misterio de la creación. Extendemos los brazos y percibimos su energía poderosa que nos envuelve y nos alienta. Sentimos el sol, el viento y eso nos hace bien. O tocamos la hierba, las flores, las hojas, la corteza de un árbol. Allí podemos concentrarnos por entero en el acto de tocar, de experimentar la tranquilidad. Ahora tan sólo percibimos. Estamos inmersos en palpar y eso nos apacigua.

Cuando estamos volcados en el tacto, tocamos algo que es mayor que nosotros. No nos contentamos con comparar las distintas experiencias de palpación, ni con evaluarlas desde un punto de vista científico. Tocamos en las cosas lo intocable, el misterio por excelencia. Luego, por medio del tacto, cuanto nos rodea se aquieta. Todo se acalla y no habla más que de lo inefable.

Cuando paseamos por la naturaleza con todos los sentidos abiertos, cesa el estrépito de los numerosos pensamientos. Más bien, estamos inmersos en mirar, escuchar, oler y palpar. Los pensamientos permanecen del todo despiertos, por ejemplo, cuando olemos nos nieve a la mente determinada fragancia de la infancia, de la juventud, del primer beso o abrazo, pero no nos quedamos reinando sobre ello. Nuestros pensamientos no deambulan por doquier. Estamos en el instante, estamos en nuestros sentidos y así nos sosegamos. Los sentidos amarran al espíritu y lo sumen en la quietud.

Para muchas personas pasear por la naturaleza es una importante senda hacia la quietud y el encuentro consigo mismo que es el microcosmos y nos deslizamos al macrocosmos para sentir su grandeza y poder que sale a nuestro encuentro visible, audible, odorable y palpable.



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